Mitología Salvaje (parte 2)

Reconstruyendo la cosmovisión indígena europea. Así se subtitula el volumen que Guillermo Piquero divide en dos partes bien diferenciadas: La primera esta dedicada a la Diosa Madre, el sagrado femenino; en donde ofrece un esclarecedor recorrido por las olvidadas y muchas veces demonizadas prácticas y rituales matriarcales, que tanto cuidado, atención y cariño brindarían a las brutalizadas sociedades modernas. La segunda parte de la obra se dedica al Dios Padre, el sagrado masculino; reviviendo los rituales y las tradiciones que nos conectan con nuestro lado más salvaje. Dos energías de una misma naturaleza en la que habitamos hoy y siempre. Que debemos respetar y sacralizar como en su día hicimos; quizá en rituales como este:

Teruel, 13.400 años ha.

En el interior de la cabaña de los hechiceros, “Aguila que guía” recogía del suelo, tirados frente al fuego, huesos de cabra, muelas de caballo y trozos de asta de ciervo. Madres y padres habían consultado a “Jefe-Cazador”; éste había consultado a “Aguila que guía” y éste había consultado a los espíritus ancestros de los animales. Los espíritus ancestros de los animales habían dado señales favorables: la caza era consentida. Ahora “Aquila que guía” recogía los huesos y astas que había colocado en forma de pregunta, del mismo modo que había hecho millares de veces, desde la noche de los tiempos.
Fuera de la cabaña de los hechiceros, el grupo de cazadores esperaban en silencio, impacientes y meditativos a que los chamanes comenzasen el ritual propiciatorio. Era temprano, aún no había amanecido. “Cuervo-Bardo” cantaba a lo lejos, bajo el tejo sagrado la canción del amanecer. Hoy cantaba a la luna del saúco. Mientras tanto, “Raíz-Medicina” encendía la hoguera, entre el tejo sagrado y la cabaña de los hechiceros. Cuando las llamas fueron altas, se sentó junto al montón de leña y sus enseres. El grupo de cazadores y cazadoras se fue acercando alrededor del fuego, a cierta distancia se fueron sentando en círculo. Al finalizar su canto, “Cuervo-Bardo” se unió al grupo y, marcando un ritmo lento de tambor, se sumió en meditación.
En el interior de la cabaña “Aguila que guía” se disponía a comenzar la transformación. Primeramente se quitó las pieles que cubrían sus tobillos y espinillas, luego, su gran manto blanco, luego las pieles que cubrían sus antebrazos, luego la que cubría su sexo y caderas. Desanudó el cinto en que colgaba su cuchillo. Desanudó el cinto del que colgaba su piedra de fuego. Cada una de las prendas era colocada en cuernos encajados entre las piedras de la cabaña. Cada objeto tenía aquí su lugar. Respiraba despacio, se sintió algo nervioso, pero su fe le otorgó confianza. Se levantó el colgante que rodeaba su cuello y portaba al pecho. Un pedazo metálico plano, labrado con forma de pluma; una gruesa linea lo recorría de abajo a arriba, de ella surgían otras más finas; en la parte superior tenía un orificio. Atado con tripa al collar, colgaba junto con otras verdaderas plumas de águilas, halcones, búhos y cernícalos. Dejó el colgante pendiendo de una doble cornamenta de muflón.
Ahora era “Cadáver que camina” un cuerpo vacío y sin alma. Un cuerpo listo para comenzar la trasformación. Para la posesión.
Abrió la tapa de una ánfora, hundió en su interior la mano y la extrajo llena de una grasa maloliente. Comenzando por la cara y el pelo, la barba y los brazos, se untó el ungüento por todo su cuerpo, hasta llegar a los pies. Hizo una reverencia y de sendas perchas descolgó dos perneras de pelo blanco que cubrían las piernas por delante. Las ató a los muslos. De una cesta cogió dos brazaletes anchos, cosidos de puntas de cuerno, que hacían de sonajas. Tras otra sentida reverencia tomó, de un pedestal de madera, que quedaba a la altura de sus ojos, un enorme cráneo de toro, con su debida cornamenta. La mitad superior del interior de la cabeza animal había sido tallada y cubierta con trozos de piel, que la hacían más cómoda. De la nuca aún partía la piel del lomo, que cubrió las espaldas del chamán al colocar sobre su propia cabeza la exangüe del animal. Ató fuertemente a la mandíbula dos duros tendones que caían del cráneo. Dos jirones de piel blanca y rizada, que le caían por delante, los ató a sus axilas; para finalmente atar a los codos dos extensiones más que partían del lomo.
Así ataviado, se colocó ante el fuego para sentir la fuerza animal, la nueva energía que ya comenzaba a poseerlo. Con los ojos cerrados respiró profundo, sentía el peso del disfraz, el olor fuerte y penetrante del viejo cuero, el ungüento y el humo. Por tres veces llenó su pecho con este aire y por tres veces mugió con estridencia tal que, fuera en el círculo, todos escucharon el bramido y se prepararon. Ahora era “Hombre-Toro”, el único miembro de la tribu que podía viajar al reino de los espíritus de los animales.
El tambor comenzó a sonar más velozmente y “Hombre-Toro” salió con furia de la tienda de los hechiceros. En el círculo, todos inclinaron sus frentes hacia el suelo en señal de respeto. “Hombre-Toro” dio varios giros frenéticos al fuego, moviéndose poderoso, golpeando fuertemente con los pies en el suelo.
—¿Quién ha hecho que salga de mi cueva?
—Nosotros humildes cazadores.
—¿Por qué?
—¡Hambre! Hambre, tenemos hambre.
—En el bosque hay frutos, raíces…
—¡Carne! Carne… necesitamos carne…
—¡Vergüenza! ¡Humillaos débiles mortales!
Se arrojaron los cazadores por los suelos, retorciéndose y suplicando. Sus voces lastimeras rogaban. Se arañaban el cuerpo, esbozaban rostros de desesperación, forzaban las lágrimas y el llanto.
—¡Oh! ¡Oh! ¡Perdonanos gran señor! ¡Somos débiles mortales!
—¡Perdón! ¡Rogamos perdón!
—¡Te imploramos gran señor! ¡Somos dependientes de tu infinita gratitud! ¡Dependientes como los perros!
—¡Nos humillamos ante ti! ¡Por nuestra debilidad! ¡Por nuestra ansiedad!
—¡Perdona nuestro instinto cazador, oh señor!
“Hombre-Toro” meneaba su astada testa hacia cada uno de los arrepentidos cazadores que arrastrándose sobre el suelo representaban la tragedia. Levantó los brazos al cielo y gritó:
—¡Silencio! Si vuestra humillación es sincera el Señor de Todas las Bestias habrá de venir para atender vuestro ruego.
Proseguían entonces con el consabido ritual. “Cuervo-Bardo” aumentó la cadencia del golpe de tambor y varios tambores y sonajas más se unieron a su ritmo. Los demás generaban en sus gargantas un grave canto armónico. “Hombre-Toro” comenzó la danza extática que lo llevaría al trance.
Las pieles blancas resaltaban sobre el verde del bosque con la primera luz de la mañana. Otros miembros de la tribu se acercaban al círculo, sobretodo los niños. Sus madres les indicaban que se sentasen, permaneciendo en el perímetro exterior. Podían dar palmas o imitar el sonido, las madres les mostraban como hacerlo, pero no debían jugar, ni bailar, ni mirar fijamente a “Hombre-Toro”. Éste se movía frenético, giraba a un lado y a otro, se acercaba peligrosamente al fuego, que “Raíz-Medicina” avivaba sin molestar al danzante. Emitía mugidos, berridos, aullidos, relinchos, graznidos y ladridos entre las vibraciones armónicas. Y seguía con la danza, sin parar, sin tomar agua, retirando cada vez más la atención de este mundo, que lo rodeaba. El baile se alargó por horas. Los sudores y el sebo resbalaban brillantes por la parte humana de su piel. Bajo el casco astado, la voz entonaba un gutural canto y el rostro pasaba de lo bello a lo grotesco, del esfuerzo a lo sublime.
De pronto, “Hombre-Toro” cesó canto y baile al tiempo que emitía un estertor. Una ráfaga de viento movió las llamas y las copas de los árboles. Callaron los cazadores, los tambores y el silencio envolvió a la tribu. Incluso los pájaros del bosque parecían enmudecer. Los hombres miraban al suelo, tras ellos las madres agachaban las cabezas de los niños más pequeños o los llevaban de vuelta a sus chozas. El chamán cayó de rodillas al suelo, asemejando en verdad la figura de un animal.
Ahora era “Dios-Toro”.
Dios-Toro era la representación en el mundo que podía tomar el Señor de Todas las Bestias, que había venido desde el reino de los espíritus de los animales. Los cazadores y cazadoras le lanzaban temerosos vistazos. Solo “Raíz-Medicina” y “Cuervo-Bardo” podían mirarle sin temor. Y solo “Jefe-Cazador” podía comunicarse con él.
—¡Oh, Señor de las Bestias! ¿Entregarás a la tierra el alma de alguno de tus animales para que nosotros tus siervos podamos alimentarnos?
—Lo permitiré. Me llevaré las almas de dos animales para que vuestra tribu tenga carne.
—”Jefe-Cazador” pregunta qué dos animales serán?
—Dos cabras de la montaña.
—¡Oh señor! ¿Dónde las encontraremos?
Tras un breve silencio “Dios-Toro” movió su gran cabeza y prosiguió.
—Caminareis dos días hacia el mediodía y media jornada más hacia el poniente, hasta la montaña tras el rió del salmón. En el paso entre dos cumbres verás árboles con flores blancas. Allí esperareis.
Con profundo ruego y respeto, “Jefe-Cazador” inclinó la cabeza y preguntó:
—¡Oh Gran Dios de Todos los Animales! ¿Permites que usemos el jugo del fruto del árbol sagrado en nuestras flechas?
—No permito. No usareis el jugo del fruto del árbol sagrado.
—¡Oh, por favor, Señor! Te pedimos conduzcas el alma de estas dos cabras a tu reino y favorezcas nuestra caza con tu magia.
Cambiaba el rito de nuevo ante esta petición. Durante la charla, en silencio, “Raíz-Medicina” había rodado entre sus manos unos delgados cilindros de arcilla que sobre una piedra lisa había extendido, modelando la figura aparente de dos cabras. Tendió la piedra entre ella y “Dios-Toro”. Éste se había incorporado, su movimiento era lento y armonioso. Su voz más dulce y joven. “Raíz-Medicina” agachó su cabeza y le ofreció con ambas manos una flecha adornada con plumas de colores. “Dios-Toro” la tomó y mientras giraba y la movía en el aire, habló:
—Durante una tarde permanezco en silencio. Dividido en tres permanezco en silencio. Un yo sube a una cumbre, otro yo sube a otra cumbre. Allí me escondo en la roca.
Con la flecha movía las brumas del reino de los espíritus, con la otra mano señalaba sus visiones. Se movía ágil, ligero, pareciendo casi flotar tras las llamas de la lumbre.
—Otro yo se aposta abajo. Al paso del rio. Espero. Espero hasta el momento del ocaso.
Mantuvo silencio y danzó grácil.
—Conduzco a la manada, que se alimenta. Un gran número de cabras de la montaña. Pasan a través de mi puerta. En silencio las dejo pasar. Almas viejas cruzan al final y hacia ellas lanzo mi flecha.
En un repentino movimiento fue hasta la piedra y con la punta de la flecha pinchó una de las figuras de arcilla.
—Un alma ha salido de su cuerpo y se dirige a mi reino. El resto de la manada huye en la bruma, hacia abajo, hacia las sombras de la noche. Un tercer yo las espera cuando cruzan el vado y hacia ellas lanzo mi flecha.
De nuevo repitió el movimiento ritual pinchando esta vez la segunda figura.
—El alma de un gran macho ha abandonado ya su cuerpo. En mi casa tendrá descanso. “Jefe-Cazador” puede ahora guiar a su gente y tomar la carne de estos animales que, desprovistos de alma, han sido ya.
Cayó el chamán rendido y exhausto al suelo mientras el resto de la tribu se incorporaba y prorrumpía en voces y vítores. “Cuervo-Bardo” encabezaba el pequeño grupo de cazadores que habían tomado el cuerpo de “Hombre-Toro” y lo conducían a la cabaña de los hechiceros. Lo dejaron tumbado en el suelo, inmóvil, mientras el bardo avivaba el fuego y salía de la choza. Ahí descansaría hasta volver a convertirse en “Águila que guía”.
Fuera, el grupo de cazadores se preparaba ya. La partida sería inmediata. Mientras, “Raiz-Medicina” se dirigía hacia el bosque, cargando la losa de piedra, en donde entregaría a la tierra las figuritas de arcilla. Enterradas, bajo el suelo del bosque, las almas de los animales esperarían en el hogar de los espíritus, junto a los ancestros de todos los animales, su tiempo para renacer.

— (PARTE 1) —

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