Mitología Salvaje (parte 1)

Cantabria, 15.800 años ha.

Tras varias horas de ascensión por la montaña, el grupo de mujeres ven por fin, tras un recodo rocoso, la entrada de la cueva. La chamana de la tribu, sonando su sonaja, entona la canción que las demás acompañan. En segundo lugar la sigue una joven niña, dulce y hermosa. Fascinada y temerosa por igual, el cuidado y la alegría se disputan su atención. Alegría, pues ésta es la noche de su gran ceremonia. Cuidado, pues entre sus manos guarda la magia que sostiene la vida, que conducirá el ritual y que lo ha convocado: un vaso con su sangre.
A la entrada, la chamana se detiene. Mete un dedo en el vaso y toca con éste la frente de la joven. Luego la joven, con profundo respeto, hace lo mismo con la anciana venerable. Una a una, el resto de mujeres pasan frente a la iniciada recibiendo idéntica bendición: primero su abuela, delgada, enérgica, sonriente; luego su madre, robusta, seria, devota; la hermana de su abuela, tías, primas mayores. Todas sonríen a la joven, alegrándose por ella y se adentran una a una en la cueva. De camino han ido cogiendo haces de leña y en el interior, una primera hoguera sirve para iluminar las primeras canciones de la noche, en las que se pide permiso a la Gran Madre para adentrarse en su sagrado útero de piedra, y encender las antorchas.
Antes de caer la noche, las mujeres han recogido más leña, flores, algunas frutas. Una de las tías queda como guardiana de este fuego y de la cueva; las demás toman las antorchas y siempre tras los pasos de la chamana, se adentran en lo más profundo de la cueva. Tras largo y delicado descenso, llegan a una sala de gran altura. Aquí encienden una segunda hoguera ante un gran hueco que se abre en la pared de piedra. En este hueco, sagrada hornacina, descansan en perpetua oscuridad varios ramilletes de flores a medio descomponer, una cazuela de barro, un cuenco de madera, una concha llena de bellotas y semillas, un palo y una figurita de piedra tallada. De redondeado contorno, abultadas caderas y muslos, sus pequeños brazos descansan en dos pechos gigantescos sobre los que una faz sin rostro custodia en eterno silencio el primitivo templo. La llaman “La Abuela de Todas”.
La chamana la retira de la hornacina mientras que el resto de mujeres quitan y tiran al fuego los viejos ramilletes de flores, retiran la cazuela, cazo y demás enseres, limpian el hueco y colocan nuevos y coloridos ramilletes en él. Tras las letanías y fórmulas sagradas, la chamana coloca de nuevo a “La Abuela de Todas” en el centro del altar. La vieja entorna los cantos, el resto repiten sus palabras, se inclinan ante la sagrada imagen, lanzan gritos de euforia. Las ancianas conocen bien el ritual, las jóvenes aún cometen algún error, la protagonista, justo al lado opuesto del fuego y del altar, lo observa todo con temor y admiración. Hoy visita por vez primera la cueva sagrada. La chamana se le acerca y recoge el vaso de su sangre, lo pasa entre todas las mujeres, quienes se inclinan y bendicen. Los dedos de la joven se relajan, aliviados. El vaso es colocado en la hornacina, frente a “La Abuela de Todas”. Durante un tiempo, quedan en silencio.
Más allá del crepitar del fuego, se oyen gotas de agua y un débil chorro que resbala por la caverna. Más allá del corazón de la montaña, sobre su cima, se levanta en los cielos la luna llena.
La vieja chamana ha llenado un cuenco con un poco de agua. En su interior mezcla ocre rojo que ha portado dentro de un cuero. Añade a la mezcla unas gotas de la sagrada sangre. El resto de mujeres ha comenzado a desnudarse, se quitan las pieles, dejando solo sus totems y perforaciones adornando su cuerpo. La joven iniciada hace lo mismo. Cuando la mezcla esta lista, utilizan el ocre rojo para pintar la piel de sus cuerpos. Así, desnudas, al calor de la cueva y del fuego, protegidas por la “Abuela de Todas” dan comienzo a una larga noche llena de ritos y celebración. Primero cantan y bailan, moviendo sus vientres y caderas en torno a la joven, que se mueve atenta, alegre y asombrada. Luego añaden leña al fuego y se sientan a su alrededor. Entre todas, enseñan a la niña los secretos ejercicios de respiración que le ayudarán a tener orgasmos más intensos y partos más placenteros. Cantan y bailan de nuevo, hasta que el sudor resbala por sus ocres cuerpos desnudos. Luego le hablan acerca de su vulva, cada una le enseña la suya, resolviendo sus dudas y alentándola a explorarse a si misma. Le hablan de la masturbación, del sexo como acto para el goce y como acto sagrado, del erotismo, del cuerpo y del placer. Luego cantan y bailan.
La guardiana de la cueva baja hasta la sala repetidos viajes con leña seca y agua. La comida está prohibida en la sala sagrada. De nuevo, sentadas en torno a la hoguera, abuelas y tías, le relatan las historias de sus partos. Le hablan de la concepción, el embarazo, la lactancia y la crianza. Finalmente su madre le relata con detalle la historia de su nacimiento.
Los cantos se suceden hasta el amanecer. Hasta que poco a poco el cansancio se apodera una a una de las mujeres, y en los regazos, abrazadas a sus madres, sucumben al sueño. La chamana y la guardiana de la cueva permanecen en vela, cuidando la energía del momento y la sacralidad del espacio. Desde el hueco que la roca abre en la pared, la “Abuela de Todas” las guarda y protege, derramando sobre ellas su amor incondicional, su fuerza y valor maternal, su fértil abundancia y su poder sanador.
Tras despertar del sueño, la joven es ya mujer adulta para las demás. Ahora, la guían en el último de los ritos. En el silencio de las penumbras, las mujeres han colocado sobre las débiles brasas la vieja cazuela de barro. La chamana, de entre sus enseres, saca un cuerno de uro, lo levanta y muestra ante “La Abuela de Todas”, luego del interior extrae una cantidad de grasa. La vierte en la cazuela y la remueve hasta que ésta se derrite. Todas las mujeres se inclinan cuando la chamana recoge el vaso con la sangre sagrada, que vierte igualmente en la cazuela. Con la varita, remueve lentamente la mezcla. Cuando ésta está perfectamente homogénea, la retira del fuego con ayuda de unas pieles. Mientras la pócima se enfría enumeran a la joven, todas las virtudes de la “medicina de la luna roja” y le relatan las historias de su uso y milagrosas curaciones.
La chamana vuelca el ungüento tibio dentro del cuerno de uro ayudándose de su varita. Se lo entrega a la joven, rogándole que lo cuide y emplee con inteligencia. Le dice que a partir de ahora posee el poder de la sanación, como todas sus antepasados. “La Abuela de Todas” la ha bendecido con el don de la madre, el don de la vida, el don de la sanación. Ya no regresará al poblado como una niña, sino como mujer-sanadora.
En el último canto, agradecen su presencia a la madre montaña y al padre fuego, recogen en el altar los utensilios del ritual, y se retiran hasta la entrada de la cueva, donde dan por clausuradas cueva y ceremonias. A la vuelta, en el poblado, proseguirá la celebración junto con el resto de la tribu, de la llegada de una nueva mujer-sanadora al clan.

Este es un relato de ficción, una ceremonia que podría haberse dado en la Europa prehistórica, de acuerdo a las investigaciones y descubrimientos que se compendian en MITOLOGÍA SALVAJE. En esta obra el autor Guillermo Piquero aúna los retazos existentes de la cosmovisión indígena de las tribus que habitaron Europa, ayudándose en este puzzle de conocimientos y tradiciones comunes a todas las sociedades tribales, tanto antiguas como que aún perduran en nuestros días. Un viaje hacia nuestro pasado, anterior a los imperios y las civilizaciones, a las grandes religiones y la imposición patriarcal. Un trabajo sorprenderte, bello, que nos revela unos orígenes que nos son comunes, las raíces de nuestro pasado ancestral.

—(PARTE 2)—

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