Princiopio 9: Usar soluciones lentas y sencillas

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   “Cuanto más alto se sube, mayor es la caída”

               “Lento y seguro se gana la carrera”

¿Realmente se pierde tanto cuando se pierde el tiempo?

O mejor aún ¿Cómo se pierde el tiempo? Acaso lo dejamos olvidado en un cajón.

No, el tiempo no puede perderse, de hecho creo que es lo único que no se perderá jamás. Sencillamente, en lo que respecta a la velocidad con la que vivimos, volvemos a enfrentarnos con una forma moral de educación que nos viene de lejos y sobre la que tenemos que reeducarnos. Al tiempo que el mundo crece, nosotros crecemos con él y cuando la sociedad tira para un lado a nosotros nos gusta seguirla, mucho más que nadar a contracorriente. Y si la sociedad se acelera, nos obligamos a nosotros mismos a mantener el ritmo de los demás.

Competimos todos juntos en una misma carrera que todos queremos ganar. El premio es el éxito, el dinero, la fama o el reconocimiento de los demás. Posiblemente este ritmo tan competitivo nos obligue a abandonar la carrera antes de llegar a ningún final. Por que, cuando seguimos un ritmo que no es el que nos marca nuestro propio corazón, nos cansamos, nos equivocamos, nos destruimos; destruimos a quienes nos rodean y el mundo en el que vivimos.

   “Vosotros, los europeos, tenéis los relojes, pero nosotros tenemos el tiempo”.

               Proverbio africano.

Debemos frenar. Debemos recordar que en los buenos trayectos lo mejor es el camino y no el final. O mejor aún comprender que, el final de un camino no es sino el principio de otro.

Apenas si han pasado 250 años desde que cambiamos la tracción animal por las primeras máquinas de vapor, solo un siglo y medio utilizando el motor de combustión en lugar de la fuerza del viento. En los últimos 100 años hemos iluminado nuestro mundo con luz propia. 100 años luz, un simple flash en la escala cósmica.

Solo las cosas que tardan tiempo en construirse son capaces de perdurar. Lo rápido es ineficiente. Tardar más tiempo en hacer algo suele ser sinónimo de hacerlo mejor. Y así, cuando nos detenemos y aplicamos los recursos que la naturaleza nos brinda en lugar de recurrir a maquinaria o a materiales industriales o importados, aceptamos los ritmos de la naturaleza, nos movemos con ellos, comprendemos mejor el tiempo en el que vivimos y así nos sentimos más felices.

                          “Vísteme despacio que tengo prisa”. Refrán español.

Realizar una labor con el cuerpo y las manos no es peor ni mejor que utilizar una maquina, tan solo será una tarea más lenta y seguramente mucho más consciente. Trabajar a mano nos permite escuchar el sonido del campo, el piar de los pájaros, nos distrae constantemente para mostrarnos algo mejor, algo que no veríamos si fuésemos más deprisa: unas setas, la tela de una araña, el color de las nubes; haciéndolo de modo inconsciente destruimos estas bellezas sin siquiera saber que están ahí.

Bajarnos del carro, detenernos y observar puede brindarnos la mayor paga extra jamás percibida, la jubilación ideal: la consciencia presente sobre nuestro cuerpo. Dejar de movernos al ritmo que otros marcan es la base para conocer los límites de nuestro propio cuerpo. Observándonos a nosotros mismos como si de una perpetua clase de yoga se tratara, cambiamos el trabajo físico por ejercicio físico, nos fortalecemos, nos volvemos inmunes a los dolores y enfermedades, y de paso construimos aquello que deseamos.

            “La creación de mil bosques está en una bellota”. Ralph Waldo Emerson.

Y en ocasiones lo lento también puede ser rápido si para ello tomamos la solución sencilla. Una acción sencilla y rápida puede ser tremendamente efectiva si nos ha guiado hasta ella la inspiración de la naturaleza. Pero no debemos esperar resultados rápidos, las soluciones sencillas suelen estar supeditadas a revisiones periódicas y no siempre funcionan según nuestro criterio. Pero siempre funcionan de algún modo.

Cuando viví en Galicia solía llevar a cabo una acción que ejemplifica esto: siempre que podaba un árbol, observaba bien cuales de aquellos chupones cortados presentaban más fuerza o sencillamente me transmitían mejores vibraciones. Los dejaba en un montón aparte. El invierno en Galicia suele ser bastante húmedo y su negra tierra suele estar húmeda constantemente. De regreso a la casa, lo único que hacía era ir clavando los verdugos en el suelo aquí y allá, sin importar dónde, a qué distancia unos de otros o de que especie de árbol se trataran. Era mi modo de plantar un bosque. Un posible bosque más bien, pues una acción tan simple requerirá que otros muchos factores la impulsen para lograr su meta, pero yo ya había cumplido mi parte.

Si un árbol de cada cien consigue rebrotar, me sentiré satisfecho.

“La gota horada la roca, no por su fuerza sino por su constancia”. Ovidio.

El ejemplo contrario: en muy pocas ocasiones he usado una motosierra, he ayudado en labores forestales en varias ocasiones pero prefiero no ser  yo quien empuñe esta herramienta. Me gustan las hachas, su manejo requiere de gran habilidad (con ellas también puedes cortarte una pierna) y además agrandan considerablemente el tiempo que se tarda en talar un árbol. No gastan, no contaminan y son más duraderas.

Las hachas además tienen un alto valor añadido, el valor de aprender. Pues tras varias horas trabajando en una labor en la que usando la máquina tardarías unos minutos, llegas a comprender la entereza, a sentir la propia fuerza que une al árbol con el suelo. Tomas conciencia de esa conexión, del tiempo que el árbol empleó en establecerla, aprendes a valorar cada silla, cada armario, cada cajón, cada tabla y cada trocito de papel.

Por último os compartiré uno de los mejores consejos que la vida me ha enseñado, y es que, ante una situación:

Si no sabes muy bien que hacer, lo más efectivo, es no hacer nada.

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